MARINEROS SIN MAR

NADIE NOS PUEDE OBLIGAR A DECIR LO QUE PREFERIMOS CALLAR. M.A. Álava

«El mar nos pertenece por derecho. Recuperarlo es un deber» pone en una pared del patio de armas del Cuartel de la Armada Boliviana. En 1904, después de 25 años de enfrentamientos, este gobierno y el chileno firmaron el tratado de paz de la Guerra del Pacífico por el que los bolivianos perdían su único acceso al mar por el estrecho de Antofagasta. Siempre dolidos por ello, en 1963 reorganizaron su Marina y desde entonces están preparándose para cuando llegue el gran día.

La escuela de la Armada se encuentra en el lago Titicaca a 3.812 metros sobre el nivel del mar y, en sus gélidas aguas, los cadetes de la Academia Naval realizan las maniobras como si estuvieran en mar abierto y patronean sus embarcaciones según las normas internacionales de navegación militar. Su instrucción dura cuatro años y a su término pueden hacer prácticas durante seis meses en flotas de países amigos.

Contar con una salida al mar que facilite la exportación del gas es una constante de la política de todos los gobiernos bolivianos; de la misma manera que la amenaza de un enemigo exterior ha servido para dar cohesión al país y desviar la atención sobre las arbitrariedades cometidas por sus políticos. Desde que se perdieran los 120 kms de litoral, los 200 barcos de la Armada patrullan en las altitudes de la cordillera andina en espera de que lo que no haga la política lo realice la propia naturaleza acercando el mar a sus tierras.

En esta aventura les acompaña el gobierno de Paraguay -sin pretensiones de acceso al mar- gracias al corredor fluvial Paraná-Paraguay, que facilita su acceso al atlántico. Su armada, aunque fluvial, adquiere un carácter estratégico como consecuencia de la gran cantidad de ríos navegables y de la importancia de estos. De esta manera, ambos países comparten una tradición naval de agua dulce que constituyen hechos singulares en la historia y el presente de la marinería.

¿POR QUÉ VUELVEN?

LA INSATISFACCIÓN DE LO PRESENTE PRUEBA LA GRANDEZA DE NUESTRO DESTINO. De J. Maritain

Algunos de los tripulantes que estuvieron secuestrados durante 47 días en el Alakrana han vuelto a embarcar. Algunos de ellos relevarán a sus compañeros y volverán a faenar como lo han hecho siempre. Las razones para hacerlo son variadas: los hay que acuden porque en tierra no hay trabajo; hay quien manifiesta que la mar es su vida y otro (amigo de la infancia) porque piensa -«tengo que probarme», dice- que su secuestro terminará cuando retome su vida hallá donde se la quitaron.

Uno se pregunta qué les empuja a volver y dejar a sus mujeres que, cuidando de sus hijos, clamaron y lloraron por ellos. Es difícil de entender que, en una sociedad en la que con tanta facilidad se cogen bajas por ansiedad, ellos se sobrepongan y vuelvan a la soledad del mar y al filo de la navaja con los piratas.

Regresan para trabajar con protección armada y saben que tendrán abordajes que sólo su pericia y el buen hacer de la seguridad privada que llevan a bordo les puede garantizar el regreso a un hogar en el que se sobresaltarán cuando suene el teléfono a horas intempestivas o cuando alguna noticia haga referencia a un ataque pirata. No dormirán ni ellos, ni los suyos; y saben perfectamente que no gozarán de la consideración de víctimas del terrorismo o del reconocimento merecido.

Sólo queda desearles suerte y que hallen lo que buscan, porque de otra forma no se puede entender su regreso para mirar de cara a los mismos que les retuvieron, amenazaron y degradaron. Mientras tanto, que no falle la llamada a casa o que la pantalla del ordenador les muestre cómo crecen sus hijos.